La economía mexicana continúa estrechamente ligada a la de Estados Unidos y, adicionalmente, presenta una serie de problemas estructurales que constituyen un marco de gran fragilidad para que la incipiente recuperación económica se pueda convertir en un proceso sostenido en el corto y mediano plazos.
El riesgo de que el comportamiento de la economía norteamericana sea de un lento crecimiento, así como ante la expectativa de todavía existan activos tóxicos en los balances de las instituciones financieras que no han sido revelados a los mercados, están propiciando una nueva oleada de aversión al riesgo y de volatilidad.
A pesar de que las cifras recientes sobre la economía de Estados Unidos apuntan a que las actividades productivas han dejado de disminuir, la falta de creación de empleos, la escasez de crédito y la aún baja confianza del consumidor, hacen prever que lo que viene es un período de relativo estancamiento, además de la persistencia de una elevada liquidez internacional impulsada por el doble déficit: externo y presupuestal.
De tal manera, los inversionistas han estado buscando refugiarse en los mercados emergentes y de las economías de mercados maduros que les representan un menor riesgo, dando origen a una revaluación del peso mexicano, del real brasileño, del dólar canadiense, del won coreano y del yen japonés. Asimismo, se ha generado una nueva ola especulativa sobre los metales y algunas materias primas que pueden dar pié a una peligrosa burbuja inflacionaria.
A los riesgos del entorno en que se desenvuelve la economía del país, hay que agregar los cuellos de botella estructurales que limitan el crecimiento y la creación de empleos. Además de lo multicitadas reformas estructurales pendientes en materia laboral, en los energéticos, en la hacienda pública y en la educación, existen obstáculos que para removerlos no requieren de modificaciones constitucionales, ni de leyes que tengan que pasar por el Congreso. Entre ellas, se encuentra el mejoramiento de la eficiencia gubernamental y el redimensionamiento del aparato burocrático, así como modificar el papel que juega el Estado en la economía.
Los últimos quince años han puesto de manifiesto que en nuestro país no es suficiente el funcionamiento de un mercado crecientemente abierto a la competencia externa y desregulado para que se genere un desarrollo dinámico, sostenido y que beneficie a toda la población. Aparte de de la supervisión y de medidas para evitar las fallas de mercado, es imprescindible que su funcionamiento se complemente con una activa participación del Estado en la promoción, en la organización, en brindar asistencia técnica, apoyo crediticio y hasta capital de riesgo, para que se desarrollen una serie de actividades altamente generadoras de empelo y no sujetas a los vaivenes de la economía norteamericana. De esta manera se eliminaría una importante fuente de riesgo para una recuperación sostenida largo plazo.
Sin embargo, el cambio en las políticas públicas para adoptar una actitud activa que tienda a fomentar el desarrollo económico enfrenta la falta de capacidad y experiencia de los servidores públicos, además de que se privilegian los intereses políticos de partidos y de sus dirigentes.
Ante la ausencia de una auténtica banca de fomento y la falta de oficio público para ejercer eficientemente el gasto público y diseñar programas que incentiven la productividad y la producción, proliferan las políticas sociales de corte asistencialista que solo palian los problemas y ocultan los obstáculos al crecimiento.
El rompimiento de la inercia que mantiene el estatus quo, requiere de una voluntad de cambio con visión de largo plazo, abierta a las propuestas y críticas de los distintos sectores de la población, para poder tener acceso a un desarrollo con riesgos diversificados y menos supeditado a la economía norteamericana y que genere empleos y un mayor bienestar para la población.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario